La lectura de este mes de enero nos pone ante dos desafíos: reflexionarnos como cristianos teniendo como espejo nada menos que a Juan el Bautista y a Jesús y, en segundo lugar, meditar cómo puedo renovarme en la gracia ante este inicio de año

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Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo.

Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel». Y Juan dio este testimonio: «He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios» (Jn 1,29-34).

 

El evangelio de este primer viernes nos permite contemplar un hecho cargado de significación. Jesús y Juan el Bautista se encuentran por primera vez en su adultez.  Juan estaba en la plenitud del desarrollo de su misión. Jesús iniciaba su ministerio público. Juan era fiel al llamado del Padre, quien le había revelado que reconocería al Mesías cuando viera al Espíritu descender y permanecer sobre él. Juan conocía desde el seno de su madre lo que implicaba ser movido por el Espíritu (Lc 1, 41-44). Jesús, pese a no necesitarlo, se hace bautizar y, con ello, el Espíritu Santo se revela a su primo con un signo claro de su presencia.

La escena está impregnada de la presencia divina, de signos de santidad, de gestos de amor.

¿Qué nos dice a nosotros, cristianos del siglo XXI, este texto?

En primer lugar, la figura de Juan nos mueve a reflexionar sobre las actitudes que lo caracterizaron: es sencillo en su aspecto, no ostenta, su mayor riqueza no son los bienes materiales sino su fe y su fidelidad al camino que Dios le propone. ¿Cómo soy yo? ¿Cuáles son mis riquezas, mis aspiraciones? ¿Es la fe lo que más se destaca en mí? ¿En qué aspectos se traduce mi fidelidad al Señor?

Juan es enérgico en su prédica. No duda en denunciar la injusticia ni en señalar los errores (ello le costaría la vida; Mt 14, 1-12). ¿Cómo es mi testimonio de la fe? ¿En qué cosas me “acomodo” al mundo o recorto el Evangelio en mi vida para no confrontar?

Juan escucha a Dios y es consecuente con lo que Dios le dice. ¿Cuál es mi capacidad de escucha de Dios? ¿Busco escucharlo (en su Palabra, en la oración, en el consejo de algún hermano, pastor, etc.)? Cuando siento que me habla ¿le hago caso? ¿me aventuro a seguir sus inspiraciones?

Juan es humilde ante Jesús. No se considera digno de desatarle la correa de sus sandalias (Mc 1, 7). ¿Cómo me sitúo ante el Señor? ¿Con humildad o con altivez? ¿Le pido humildemente lo que necesito o le exijo y me enojo si no me lo concede? ¿Tengo conciencia de mi pobreza y de su grandeza o creo que tengo derechos frente a él?

En relación con Jesús, el evangelio lo muestra también dócil, humilde. No se destaca entre la multitud. Se hace bautizar como uno más. Y, sin embargo, es Dios. ¿Soy dócil a lo que el Espíritu me suscita? ¿Qué cosas hago o que conductas desarrollo para distinguirme de los demás?

Jesús, como primer paso en el camino de su misión, busca sumergirse en la gracia del Bautismo y recibir el impulso del Espíritu Santo. Frente a este nuevo año en el que se nos invita a estar en misión ¿Cómo puedo renovarme en la gracia (tal vez planteándome una mayor asiduidad en los sacramentos, alguna lectura espiritual, mayor tiempo de oración, realizar algún retiro, etc.)? ¿Qué debo trabajar interiormente para dejarme conducir por el Espíritu y no ser solo movido por mis deseos o por mis buenas intenciones?

Pidamos al Señor que suscite en nosotros un impulso evangelizador nuevo para hacer frente a los desafíos de este tiempo.