En oportunidades nuestra idea del Juicio Final puede estar relacionada con  cierta imagen  basada en la fe de nuestra infancia.

La reflexión de este mes puede permitirnos reflexionar, en forma individual y colectiva, y avanzar en un verdadero entendimiento del motivo por el cual seremos juzgados.

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Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver’. Los justos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?’. Y el Rey les responderá: ‘Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo’.
Luego dirá a los de su izquierda: ‘Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba de paso, y no me alojaron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron’. Estos, a su vez, le preguntarán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?’. Y él les responderá: ‘Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo’. Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna». (Mt 25, 31-46).

Este viernes el Evangelio nos propone meditar sobre la parábola del Juicio Final en el contexto de la celebración de los Fieles Difuntos.  Jesús  presenta el juicio a las naciones y se muestra como un rey que, desde su trono de poder, imparte justicia. También introduce la humilde imagen del pastor que separa a las ovejas de los cabritos. Unas, dóciles, fieles y justas, quedarán a su derecha, y les esperará la Vida eterna. Otros, desobedientes e indisciplinados, estarán a su izquierda y les sobrevendrá el castigo eterno.

 

Esta imagen evangélica puede producirnos cierto temor porque nos lleva  a pensar en nuestro propio destino final, es decir, en nuestra propia muerte, algo que siempre nuestra naturaleza se resiste a considerar y, más aún, a aceptar. Además, nos puede llevar a formarnos la falsa idea de que Jesús imparte justicia como lo

 

hacen los jueces en el mundo cotidiano: en un “proceso” en el que existen acusaciones, indagaciones, pruebas, sentencia condenatoria, condenas inapelables, castigos, privación de bienes, etc. Tal vez nos quede la terrible sensación de que estamos en manos de un Dios severo, implacable, insensible. Pero el mismo texto de la Palabra nos da otras pistas y nos abre otros cauces hacia la que es la verdadera imagen del Dios revelado en el Evangelio. El hecho fundamental por el cual vamos a ser juzgados es si, en lo concreto, amamos o no. Toda la Buena Noticia que nos trajo Jesús nos muestra que Dios es una fuente inagotable de AMOR MISERICORDIOSO, y desde ese amor nos juzgará. El Señor no nos pide otra cosa que lo que él hace con nosotros: “amarnos hasta el extremo”. Una de las tentaciones en la que podemos caer quienes tenemos algún compromiso en actividades eclesiales, es que por asumir tales responsabilidades ya estamos “salvados” por lo que pasamos a formar parte de los “justos” y nuestro lugar en la vida eterna está asegurado. Sin embargo, al Señor no le interesa nuestro cumplimiento y fidelidad en las distintas actividades pastorales, ni la cantidad de horas entregadas al servicio, ni tampoco  la sola “pertenencia” o compromiso con la Iglesia. Para Jesús ni el “cumplimiento” ni el “compromiso” (confr.  Mt 23, 23-24) determinan cuál será nuestra ubicación en el Reino Eterno, sino el amor con el que, día a día, nos vinculamos y desarrollamos nuestra vida.

Según la Palabra de hoy, para Jesús los justos son aquellos que muestran un amor misericordioso para con el prójimo (el que está próximo, cerca, al lado). Es de ese modo como Jesús se relaciona con todos los hombres, inclusive con aquellos de buena voluntad que, aunque no integren su Iglesia, tienen abiertas las puertas del Cielo. La escena nos permite comprender que lo que decide el destino de todos los hombres, incluso de los que no conocen a Jesús, es si han amado, respetado y asistido desinteresadamente –con los dones, virtudes y recursos recibidos– a quienes, necesitados, se cruzaron por sus caminos.

En ese sentido, es importante observar en la Palabra la “sorpresa” de algunos “elegidos”. Es que su obrar fue desprendido, magnánimo, amoroso, entregado…sin buscar reciprocidad o beneficios ¡tal como nos amó Jesús!

Es bueno subrayar, también, que el «juicio» al que se refiere el Evangelio no va versar sobre lo que hicimos mal, el pecado que cometimos, los aspectos negativos de nuestra naturaleza (carácter, modales, sentimientos) que no  pudimos doblegar, etc. Lo determinante va a ser el amor que ofrecimos, la caridad con que nos vinculamos, el perdón y la misericordia que demostramos a quienes nos ofendieron o agraviaron, las veces que dejamos a un lado nuestros «problemas» y «circunstancias» y dimos una mano al «prójimo» que nos necesitaba.

También en la Palabra podemos observar la “sorpresa” de los condenados, quizás porque pensaban que “habían hecho todo bien”, que habían cumplido con todos los preceptos y nunca imaginaron tan terrible final.

A la luz de la Palabra y en actitud de oración, podemos reflexionar acerca de cómo estamos viviendo nuestra vida cotidiana: familia, trabajo, vínculos afectivos, servicios, compromisos. Pidamos, con fe, al Espíritu Santo que transforme en nosotros las motivaciones que nos estimulan para relacionarnos, trabajar y servir: no ya la obligación, el “compromiso”, sino el amor desinteresado, la misericordia, el olvido de sí.