La oración de agosto nos plantea reflexionar sobre qué sucede en cada momento en que Jesús llama a nuestra puerta. ¿Lo vemos acaso ya tan familiar que nos cerramos a su mensaje o nuestro corazón sigue abierto a recibirlo y a dejarnos transformar día a día por su palabra?

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Ayudar como Familia a los milagros

En aquel tiempo fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada: «¿De dónde saca éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos, Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?».Y aquello les resultaba escandaloso.  Jesús les dijo: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta». Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe.

(Mateo 13, 54-58)

 

Jesús decide pasar por su pueblo, donde vive toda su familia, para anunciar el Evangelio. Allí lo conocen no como a un maestro o profeta sino como el carpintero, el hijo de José y de María, el pariente de Santiago, José, etc. Podemos pensar ¿Cuál sería la expectativa de Jesús al volver a su pueblo, al reencontrarse con su familia? Seguramente querría encontrar corazones abiertos y predispuestos a recibir la Buena Noticia de la Salvación, a dejarse abrazar por el amor de Dios, por la sanidad, por el poder del Espíritu. Cuando habla en la sinagoga los concurrentes se “admiran” de su sabiduría, pero su corazón está cerrado al mensaje que les trae. En lugar de dejarse transformar por el Evangelio, levantan murallas en la mente y en el corazón para que no penetre. Se escandalizan. ¿Qué sentimientos profundos se ocultan tras esta actitud de escandalizarse? ¿Celos, envidia, competencia, rivalidades familiares, desprecio?

Jesús no puede hacer milagros en Nazaret, entre sus familiares, porque les falta fe.  El compromiso religioso de este pueblo se limita a “ir a la sinagoga” y a “cumplir” con los ritos y oraciones preestablecidos. Nada más. La “vida” transcurre por otro lado. Las relaciones familiares no llegan a ser iluminadas ni transformadas por la experiencia de fe.

Este texto nos interpela personalmente y como familias. Podemos preguntarnos ¿Mi corazón está abierto a recibir a Jesús cuando Él decide venir a mí? ¿Qué lugar le doy a Jesús en casa, en mi familia? ¿Rezamos o leemos juntos la Palabra? ¿Participamos de la Eucaristía como familia? Cuándo llega alguien que no es de la familia ¿Percibe en nosotros, en nuestra casa, algún signo de que somos creyentes? ¿Cómo recibimos a Jesús cuando se nos acerca en algún hermano necesitado? ¿Somos abiertos, hospitalarios, acogedores? ¿Hay fe suficiente en mi casa, en mi familia como para que Jesús pueda hacer milagros? ¿Existen –o subsisten– en mí, en mi familia, rivalidades históricas, celos, venganzas u otras actitudes que impiden tener vínculos sanos? ¿Mi fe y la de mi familia son una luz que se irradia hacia todas las vinculaciones familiares, de amistad, laborales y sociales o solo se enciende cuando vamos a misa o rezo un poco?

Frente al Señor, cerca del comienzo del Año Eclesial de la Fe, podemos orar pidiéndole que nuestra casa, nuestra familia, nuestra ciudad sean un espacio en el cual Jesús sea siempre bien recibido y donde su mensaje cale hondo, transformando la vida y el modo de vincularnos.