La lectura de Septiembre nos plantea varios ejes de reflexión: ¿Qué límites de mi naturaleza reconozco y acepto? ¿ qué es lo que anhela mi corazón?  ¿Tiene Jesús la primacía en las comunidades a las que pertenezco? son algunos de ellos. Te invitamos, como siempre, a reflexionar tanto individualmente como en comunidad.

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Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por medio de él y para él. Él existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1, 15-20).

La liturgia de este primer viernes propone la lectura de un pasaje de la carta de Pablo a los colosenses que nos ubica ante la figura de Jesús, nuestro Señor. Nos ubica porque pone de relieve la naturaleza divina de Jesús, su rol protagónico en la creación del universo y en la consumación del plan de Dios para el hombre y para el mundo así como su ser eterno, ante todo lo cual no podemos más que situarnos en nuestra condición de creatura, nuestra limitación, nuestra temporalidad. La grandeza y omnipotencia del Señor contrasta con nuestra pequeñez y nuestra condición de necesitados. La conclusión que podemos extraer de esto es: no somos dioses; no soy dios. Sin embargo muchas veces actuamos como si lo fuésemos. Podemos revisar, frente a Jesús ¿en qué aspectos de mi vida me considero omnipotente (emprendimientos, decisiones, manejo del tiempo, cuidado de mi salud, de mi cuerpo, proyectos familiares, educación de mis hijos)? ¿Qué límites de mi naturaleza acepto (carácter débil, miedos, dificultad para relacionarme, etc.) y cuáles trato de tapar o encubrir (saberme necesitado, celos, ser competitivo)? La Palabra nos da pie para poner en manos de Jesús todas estas cosas que entorpecen el avance en nuestro camino de discípulos.

Pablo nos dice que “todo fue creado por medio de él y para él”, de manera que nuestra realización plena  solo resulta posible si caminamos por los caminos que él nos propone y nos planteamos metas acordes con el llamado que nos hace. El texto epistolar nos cuestiona  acerca de cuáles son nuestras metas, nuestros objetivos en la vida ¿Qué es lo que más anhela mi corazón? ¿Ser santo o ser famoso, exitoso o reconocido? ¿Qué espero de mi familia, de mis hijos: que conozcan a Dios y desarrollen una vida de fe o que alcancen una buena posición económica y social? Ciertamente, no está mal que logren esto último si es solo la añadidura de lo anterior (Mt 6, 33).

La carta paulina nos enseña, también, que Jesús es la cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Y no es este un señalamiento menor. Un cuerpo sin cabeza está muerto. Una Iglesia sin Jesús no es Iglesia. Cualquier institución eclesial (diócesis, parroquia, comunidad, asociación, orden, movimiento, etc.) sin Jesús, carece de vida, de razón de ser. La presencia de Jesús en medio de su Pueblo es la que garantiza su vitalidad y permanencia a lo largo del tiempo. Jesús no está muerto, como expresa la Palabra, es “el Primero que resucitó de entre los muertos” y por eso tiene la “primacía en todo”.

Al respecto podemos preguntarnos ¿Tiene Jesús la primacía en las comunidades a las que pertenezco (parroquia, organización, espacio de servicio, familia, etc.)? ¿Es su presencia lo primero que invocamos cuando nos reunimos? ¿Qué signos de la presencia y vitalidad de Jesús hay en mi lugar de referencia eclesial (amor, alegría, paz…; confr. Gal 5, 22) ¿Qué lugar le damos a –y cómo vivimos– los modos privilegiados en qué Jesús decidió quedarse entre nosotros: la eucaristía (Lc 22, 19-20), la oración comunitaria (Mt 18, 20), la interacción con su Palabra (Mt 24, 35 y Hch 2, 42), la acción de su Espíritu Santo (Jn 14, 18 y 26)? ¿Qué lugar le damos a Jesús cuando encaramos planes pastorales, planificamos actividades, fijamos derroteros institucionales? ¿Son estos proyectos el fruto del discernimiento y de la inspiración del Espíritu? ¿O simplemente expresan buenas intenciones o son producto de la utilización estrategias de gerenciamiento o de marketing?

La última línea del texto de Pablo nos habla de la misión reconciliadora y salvífica de Jesús, quien restablece la paz con su propio sacrificio en la cruz. El Señor vino para acercarnos a Dios, para restaurar el vínculo con él, roto por el pecado. La omnipotencia de nuestros primeros padres, que quisieron ser como dioses (Gen 13, 5), generó una distancia con el Creador que solo pudo ser superada por la entrega de la sangre de Jesús (Rom 5, 12-21). A la luz de este pasaje podemos preguntarnos ¿Cuál es la distancia que separa mi corazón del corazón de Jesús? ¿Está reconciliado mi corazón? ¿Qué pecados persisten en mí y me alejan del Señor? En mi servicio y mi testimonio apostólico ¿anuncio la reconciliación que trajo y trae Jesús al hombre o contribuyo a generar distancias o poner obstáculos entre mis prójimos y el Señor?

Podemos cerrar esta meditación y oración con las palabras finales del Salmo 100 –que también nos propone la liturgia–  que nacen de la certeza de la bondad y fidelidad del Señor para con nosotros.

“Sí, el Señor es bueno,

Su amor dura por siempre,

Y su fidelidad por todas las edades” (Sal 100, 5)