PAPA FRANCISCO – AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 24 de octubre de 2018

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario de catequesis sobre los Mandamientos, llegamos hoy a la Sexta Palabra, que está relacionada con la dimensión afectiva y sexual y reza: «No cometerás adulterio». La llamada inmediata es a la fidelidad, pues no hay auténtica relación humana sin lealtad y fidelidad. No se puede amar solo cuando «conviene». El amor se manifiesta cuando se da todo sin reservas. Como afirma el Catecismo: «El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero» (n. 1646). La fidelidad es la característica de una relación humana libre, madura, responsable. También un amigo demuestra que es auténtico cuando sigue siéndolo en todas las circunstancias; de lo contrario no es un amigo. Cristo revela el amor auténtico, Él que vive del amor sin límites del Padre y en base a esto es el Amigo fiel que nos acoge también cuando nos equivocamos y quiere siempre nuestro bien, incluso cuando no lo merecemos.

El ser humano necesita ser amado sin condiciones, y quien no recibe esta acogida lleva en sí algo incompleto, a menudo sin saberlo. El corazón humano busca llenar ese vacío con sucedáneos, componendas y mediocridades, que de amor solo tienen un vago sabor. El riesgo es el de llamar «amor» a relaciones estériles e inmaduras, con la falsa ilusión de encontrar allí un poco de luz y de vida, en algo que, en el mejor de los casos, es solo un reflejo.

Así, se sobrevalora, por ejemplo, la atracción física, que en sí misma es un don de Dios, pero que está orientada para preparar el camino a una relación personal auténtica y fiel con la persona. Como decía San Juan Pablo II, el ser humano «está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones» que «es el fruto gradual del discernimiento de los impulsos del propio corazón» (cf. Catequesis, 12 de noviembre de 1980).

La llamada a la vida conyugal requiere, por tanto, un discernimiento cuidadoso sobre la calidad de la relación y un tiempo de noviazgo para verificarla. Para acceder al Sacramento del matrimonio, los novios tienen que madurar la certeza de que en su vínculo está la mano de Dios, que les precede y les acompaña y les permitirá decir: «Con la gracia de Dios prometo serte fiel siempre». No pueden prometerse fidelidad «en la alegría y en la pena, en la salud y en la enfermedad» ni amarse y honrarse todos los días de sus vidas solo sobre la base de la buena voluntad o de la esperanza de que «la cosa funcione». Necesitan basarse en el terreno sólido del amor fiel de Dios. Y por eso, antes de recibir el Sacramento del Matrimonio, es necesaria una cuidadosa preparación, diría un catecumenado, porque se juega toda la vida en el amor, y con el amor no se bromea. No se puede definir como «preparación al matrimonio» a tres o cuatro conferencias en la parroquia; no, esta no es la preparación: esta es una falsa preparación. Y la responsabilidad de quien hace esto cae sobre él: sobre el párroco, sobre el obispo que permite estas cosas. La preparación debe ser madura y requiere tiempo. No es un acto formal: es un Sacramento. Pero se debe preparar con un verdadero catecumenado.

La fidelidad, de hecho, es un modo de ser, un estilo de vida. Se trabaja con lealtad, se habla con sinceridad, se permanece fieles a la verdad en los propios pensamientos, en las propias acciones. Una vida tejida de fidelidad se expresa en todas las dimensiones y conduce a ser hombres y mujeres fieles y confiables en todas las circunstancias.

Pero para llegar a una vida tan hermosa no basta nuestra naturaleza humana, es necesario que la fidelidad de Dios entre en nuestra existencia, nos contagie. Esta Sexta Palabra nos llama a dirigir la mirada a Cristo, que con su fidelidad puede sacar de nosotros un corazón adúltero y darnos un corazón fiel. En Él, y solo en Él está el amor sin reservas ni replanteamientos, la entrega completa sin paréntesis y la tenacidad de la acogida hasta el fondo. De su muerte y resurrección deriva nuestra fidelidad, de su amor incondicional deriva la constancia en las relaciones. De la comunión con Él, con el Padre y con el Espíritu Santo deriva la comunión entre nosotros y el saber vivir nuestros vínculos en la fidelidad.