La lectura del primer viernes del mes de junio nos abre el camino para reflexionar sobre dos ejes: por un lado lo que mostramos y se espera de nosotros y cuáles son nuestros verdaderos frutos. Y en segundo lugar a reflexionar sobre la gracia del perdón y de la reconciliación.

Si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo

Junio 2012

Cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. Al divisar de lejos una higuera cubierta de hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no había más que hojas; porque no era la época de los higos. Dirigiéndose a la higuera, le dijo: «Que nadie más coma de tus frutos». Y sus discípulos lo oyeron…A la mañana siguiente, al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de raíz. Pedro, acordándose, dijo a Jesús: «Maestro, la higuera que has maldecido se ha secado». Jesús le respondió: «Tengan fe en Dios. Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta montaña: ‘Retírate de ahí y arrójate al mar’, sin vacilar en su interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá. Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que ya lo tienen y lo conseguirán. Y cuando ustedes se pongan de pie para orar, si tienen algo en contra de alguien, perdónenlo, y el Padre que está en el cielo les perdonará también sus faltas». Pero si no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo los perdonará a ustedes (Mc 11,12-14 y 20-26).

En este pasaje de la escritura que la liturgia nos propone para este primer viernes de junio, Jesús nos vuelve a cuestionar con sus actitudes y enseñanzas. La Palabra, en su comienzo plantea una necesidad elemental de Jesús, la de alimentarse. Relata que de camino fue a buscar frutos maduros a una higuera que estaba cercana a su vista. Quizás Jesús pensó que, tras lo frondoso de su aspecto, habría riquísimos frutos para saciar su hambre pero, finalmente, encontró “solo hojas”. Puro adorno exterior pero sin contenido, algo decorativo que generó en Jesús la ilusión de encontrar higos deliciosos para comer y compartir en medio de su tarea pastoral con sus discípulos y amigos. Grande fue su decepción cuando, en medio de tanta hoja, no halló una sola fruta  por lo que maldijo a esa higuera de tal manera que se terminó secando de raíz. ¿Qué es lo que Dios nos quiere enseñar en lo profundo con estas imágenes? ¿Cuál es el mensaje que nos quiere transmitir? Podemos pensar que Dios nos ideó como un gran árbol frutal –en este caso la higuera– con hondas raíces, robusto en su tronco, frondoso en su copa, y lleno de frutos para dar a quienes lo necesiten. Un lugar que dé apoyo y sombra a quienes se acerquen a él. A partir de esta semblanza podemos ver dentro nuestro ¿Cómo estamos respondiendo a esta propuesta de Dios? ¿Cómo es la calidad de nuestro fruto? Tengamos en cuenta que el fruto es algo que se desprende del árbol y que puede ser de alimento o “disfrute” para  otras personas; algo que se renueva constantemente para volver a darse otra vez a los demás. Concretamente, podemos preguntarnos ¿Qué frutos producimos para los demás? ¿Somos acogedores, pacientes, hospitalarios, generosos? ¿Ayudamos a calmar el hambre de Dios que hay en los ambientes en que nos movemos? ¿Llevamos como alimento a los demás la fe, la caridad, la Palabra de Dios?

La respuesta de Jesús a sus discípulos, frente a la sorpresa de éstos porque la higuera se había secado de raíz después de que el Maestro la maldijera, nos invita, una vez más, a desarrollar el don de la fe, que nos fue regalado gratuitamente. El Señor quiere que trabajemos para ahondar, aumentar y enriquecer este don hasta que logremos, sin vacilar, tener la certeza de que Dios ya está cumpliendo lo que le pedimos. Tanto frente a esta y a otras muchas otras afirmaciones de Jesús el desafío está en creerle a Él, confiar en su promesa. Desarrollar el pequeño grano de mostaza de nuestra fe desde el trabajo de la interioridad, en la oración personal, la Santa Misa, la vida sacramental, la Lectio Divina, etc. Desarrollar el tesoro de una fe viva que aliente a otros a creer, en esta sociedad de valores efímeros, intrascendentes e individualistas. Ser capaces de, no solo desarrollar nuestra fe, sino de compartirla, testimoniarla, primero en nuestra familia cercana: hijos, padres, esposos, amigos, etc., luego en nuestros lugares de trabajo y de servicio.

El texto evangélico de hoy nos invita, por último, a reflexionar sobre la gracia del perdón y de la reconciliación. En el contexto de la respuesta del Señor, la reconciliación parece estar muy ligada a la petición. Es más, parece ser una condición para que nuestra oración sea escuchada.  Al respecto, Jesús nos  llama a dar el primer paso hasta restaurar el vínculo con quien me ofendió. Me pide que ame  primero como siempre hizo el mismo Maestro. Sabemos que esto es, a veces, un trabajo arduo, sobre todo cuando la herida vincular es profunda y aún duele. Pero, con la gracia de Dios, es posible. ¿Quién mejor que él sabe lo que significa perdonar? Y en este camino del perdón, tal como rezamos habitualmente en el Padre Nuestro, el propio Señor deja supeditado su perdón hacia nosotros a que nosotros perdonemos primero a quienes nos ha ofendido, sin aceptar razones, argumentos, o derechos que justifiquen nuestro enojo con el hermano.

¡Qué grande es el Amor de Dios frente a nuestro limitado amor! A veces elegimos vivir eternamente cargando la mochila del enojo, del rencor, del odio, antes que, con la ayuda de la gracia, deshacernos de esos obstáculos vanos que no nos dejan caminar libres hacia el proyecto de amor que Dios tiene para mí, para mi familia, para mi comunidad. Intercedamos, entonces, con fe, unos por otros para que, impulsados por el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones, demos abundantes frutos de amor, fe y perdón para saciar el hambre y la sed de todo aquel que se acerque a nosotros, a nuestras familias a nuestros lugares de servicio y misión.

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