Partiendo de la reciente encíclica Lumen Fidei y en el marco del Año de la Fe, la editorial de julio relaciona “vida de fe” y “vida de amor matrimonial”

Fe y Matrimonio: aislamiento o unidad.

“La puerta de la fe (cf. Hechos 14,27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma…”  (Carta apostólica, Porta Fidei 1)

Necesitamos los matrimonios -comunidades intimas de vida y amor- cruzar el umbral que nos propone la Iglesia para renovarnos en una fe enamorada y fecunda.

Para eso es bueno descubrir la fuerte unidad que existe entre “vida de fe” y “vida de amor” del hombre y la mujer; se trata de una relación no siempre comprendida, no siempre vivida. Resultaría empobrecedor disociar estos dos ámbitos de la vida cristiana asumiendo, por ejemplo, de modo individualista mi vida de piedad (incluso las actividades apostólicas), pero desatendiendo la calidad de nuestra relación matrimonial. Ello importaría una falsa espiritualidad que debilitaría el vínculo amoroso.

Es que creer,  tener fe “…significa confiarse a un amor misericordioso que siempre acoge y perdona,  que  sostiene y orienta la existencia,  que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia” (Carta encíclica “Lumen Fidei”, nº 13). Entonces la vida de recíproca donación que es el matrimonio, necesita alimentarse del pan caliente de una vida de fe en común que se fía en ese amor incondicional, misericordioso, que siempre acoge y perdona. Y este amor solo puede sernos regalado por Cristo, que ilumina y guía nuestra cotidianidad compartida.

Nuestro amor esponsal -grande y frágil a la vez- pide a gritos ser nutrido por el sólido alimento del Señor. Qué bueno sería en este año de la fe renovar, mediante la oración personal y común y el diálogo conyugal, la confianza en el sacramento del matrimonio y en la gracia que nos otorga, que penetra en nuestro propio vínculo humano, débil e imperfecto, para hacerlo reverdecer en un amor más pleno y fecundo.

“El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios…Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada…” (Lumen Fidei”, nº 52).