¿Estamos dispuestos a acercarnos al otro? ¿Al marginado social, al marginado familiar? ¿A hacerle un lugar en mí mesa, a recibirlo sin acusarlo, a amarlo sin juzgarlo? Animémonos a reflexionar sobre esto tomando el  de Jesús.

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No he venido a llamar a los justos
Julio 2012

Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme». El se levantó y lo siguió.  Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos.  Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?». Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mateo 9,9-13).

Esta Palabra rescata significativas actitudes de Jesús en favor de los excluidos, de los marginales, de los enfermos. Jesús se  presenta como aquel que acorta distancias, les habla, los llama, se sienta con ellos a la mesa, los sana; en definitiva ¡Les trae la salvación! Jesús cambia la mirada que, sobre algunas personas, tiene la sociedad judía en ese momento.

El texto, en primer lugar, nos muestra la figura de Mateo quien recaudaba los impuestos que los israelitas debían tributar a Roma, el imperio que los había colonizado. Por su actividad cobraba buenas comisiones. Seguramente que, también, percibía algún que otro dinerillo por “hacer la vista gorda” respecto de lo que algunos debían pagar. Por todo eso, era un hombre no bien visto por sus compatriotas. Su trabajo lo colocaba al margen de la ley y de las costumbres aceptadas por la comunidad judía. Podría decirse que, desde esta óptica, era un “marginal” o “marginado”.

Muchos judíos lo veían a diario, sentado en su mesa de recaudación de impuestos. Pero sus miradas no reparaban en él. Al contrario, lo esquivaban. Contrariamente, Jesús pasa y lo ve. Se detiene. No mira solo la apariencia exterior. No se queda en el prejuicio. Y se comunica expresándole: “Sígueme”.

Ante el pedido del Maestro, Mateo no duda ni un momento. Se levanta de inmediato y lo sigue. Deja su mesa, su dinero, sus ganancias. Ese llamado para Mateo implica un cambio de vida, su conversión.

Este episodio nos llama a hacernos varias preguntas ¿Cómo miro a los otros? ¿Qué prejuicios me impiden comunicarme con los demás (tal vez la apariencia, el temor, las diferencias culturales, económicas, ideológicas, religiosas, los distintos roles, el lugar familiar que cada uno ocupa, lo que “se dice” del otro…).

Cuando percibo que Jesús está cerca y me llama (a un mayor compromiso, a una mayor interioridad, a un nuevo servicio, a ser más caritativo, humilde, etc.) ¿respondo inmediatamente o me tomo mi tiempo, considerando las ventajas y desventajas que acarreará mi respuesta?

En el otro episodio que narra el evangelio, encontramos al Señor y a sus discípulos sentados a la mesa de Mateo. También aquí el texto rescata la actitud de Jesús que acepta comer con publicanos y pecadores. Éstos, a diferencia de los fariseos, estaban ajenos a las prácticas religiosas de entonces, tenían vidas licenciosas y no se preocupaban por agradar a Dios con un obrar acorde a la ley judía. Sin embargo, en sus corazones había una búsqueda de la verdad y experimentaban una profunda necesidad de conversión lo que se hallaba ausente en los de los fariseos y maestros de la ley. Van al encuentro de Jesús, se sientan a compartir la comida, la conversación, escuchan ansiosos las enseñanzas del Maestro. Jesús les hace lugar a su lado, en la  mesa y en su corazón, los acoge, no los acusa, no los discrimina, les revela su infinita compasión.

Ante este proceder de Jesús los fariseos demuestran su descontento, pero no se lo dicen directamente sino que deslizan su malestar a través de comentarios que hacen a los discípulos. Jesús atento a todo, les contesta con una nueva enseñanza: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos”. En su visión, los fariseos se presentan como los “sanos” aquellos que no necesitan ser transformados. Son cumplidores de la ley y vigilan con recelo el modo en que otros la acaten. Siempre se están preocupando porque se cumplan las prescripciones, las formas,  que es lo más externo del hombre. Pero su corazón está vacío de amor y misericordia.

Frente a esta imagen podríamos pensar ¿con quiénes nos identificamos: con aquellos que buscan insistentemente tener un encuentro con Jesús y ser transformados, o con quienes piensan en el mero cumplimiento vacío de amor y compromiso con los demás? ¿A quiénes permito que ocupen un lugar en mi mesa y a quiénes jamás le daría esa oportunidad?

El gesto del Señor me lleva a una honda reflexión. Por su gran misericordia, Dios me rescató primero de mis pecados por el Bautismo. Me invita, una y otra vez a transitar ese mismo camino fundado en su misericordia, cada vez que soy perdonado en la Reconciliación, cada vez que recibo el alimento de su Cuerpo y su Sangre, cada vez que su Palabra me llega a lo profundo, me sana y me perdona. Todo ese cúmulo de gracia debería generar en cada uno el ansia de tener, al igual que Jesús, un corazón misericordioso, dispuesto al encuentro con el otro (sea quien sea ese otro), especialmente con el “marginado”, el que más me cuesta (a veces, dentro de mi propia familia), a hacerle un lugar en mi mesa, a recibirlo sin acusarlo, a amarlo sin juzgarlo. Puedo preguntarme, asimismo ¿de qué valen las entregas, los servicios, el tiempo dedicado a la evangelización si, en lo concreto, frente al prójimo, no puedo vivir en plenitud el más importante de los mandamientos: “Ámense unos a otros, como Yo los he amado”? (Jn 13, 34-35).

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