A pocos meses de la celebración de la Junta Nacional de Pastoral Familiar 2012, la Oración de febrero nos invita, a través de esta cita del Evangelio de Lucas, a reflexionar y orar con respecto a las relaciones entre padres e hijos: educar para la libertad, la puesta en práctica de los valores evangélicos, la confianza en Dios y establecer límites sin caer en autoritarismo son algunos de los aspectos abordados.

Por debajo de la reflexión en línea podrán descargarla en pdf para compartirla en sus comunidades

Crecer padres e hijos, en familia

Febrero de 2012

Evangelio según San Lucas 2,  41-52

Los padres  de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.
Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados». Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?». Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres (Lc 2, 41-52)

El texto antes transcripto, nos muestra a la familia de Nazaret, María, José y Jesús, viviendo a pleno su compromiso de fe. Como todos los años, suben a Jerusalén y los padres ponen en manos de Yavé la vida de su hijo que está entrando en la adolescencia. Este gesto nos llama a nosotros a ofrecer las vidas de nuestros hijos y a exhortar a aquellos a quienes acompañamos, a que ofrezcan las de los suyos al Señor. Él es el verdadero dueño de la Vida, el único dador de vida, tanto física, como interior. No somos nosotros dueños de nuestros hijos, de sus vidas, de sus destinos. Cuando comienzan a madurar y adquirir independencia, ya no podemos –ni debemos– decidir por ellos, pues Dios los quiere libres (Jn 8, 36) de manera que nuestra misión es educarlos para la libertad, es decir, para que puedan hacer un buen uso de ella.

María, José y Jesús se mueven en un entorno comunitario. Están plenamente confiados en todos aquellos con quienes peregrinan. Por eso los papás se despreocupan de lo que pueda sucederle al chico. Esté con quién esté, va a estar bien cuidado y acompañado. Esta situación también interpela a nuestras familias. ¿Cómo son los entornos familiares? ¿Existen? ¿Son las familias células de otras comunidades más grandes o son meras islas en un mar de individualidades aisladas? Es bueno recordar al respecto, para intentar vivir y promover, la imagen de familia esbozada por el papa Benedicto XIV como “célula viva de la sociedad y de la Iglesia” (Ángelus del 31.12.06). El mensaje evangélico no se limita al anuncio de la salvación “individual” de los hombres, sino que promueve la construcción de comunidades de fe, de oración, de testimonio y de servicio, cuyos integrantes tengan un solo corazón y una sola alma y donde nadie pase necesidad (Hch 2, 42-47  y 4, 32-37). Ante una cultura marcadamente individualista y egocentrista es necesario poner en práctica los valores evangélicos para tejer redes de amor, servicio y solidaridad que contengan a la familia de nuestro tiempo, tan vapuleada y desprotegida.

María y José se dan cuenta de que Jesús no venía con la comitiva después de un día de camino. La situación les provoca “angustia”. Es el sentimiento que naturalmente aflora en todo padre cuando no sabe qué pudo haberle sucedido a su hijo. ¿Qué ideas habrán pasado por las mentes de María y de José durante el retorno a Jerusalén y la búsqueda en la ciudad? ¿Culpa, miedo, dolor? El texto de la Palabra de Dios, en la expresión de María, nos dice que estos papás están “angustiados”, pero no “desesperados”, ni temerosos. No se echan culpas a sí mismos ni el uno al otro, ni a los parientes o amigos de la caravana. Son fieles a la entrega que habían hecho de la vida de su hijo. Aunque les duele la “ausencia”, confían en la protección de Dios, el dueño de la Vida. Por eso vuelven a Jerusalén. Intuyen o sienten en el interior la revelación de que Jesús está allí. ¡Cuánto nos enseña este pasaje para aquellas situaciones similares a la vivida por María y José que nos toca enfrentar o acompañar! ¡Qué importante es mantener la confianza en Dios, la serenidad de espíritu para tener lucidez en el obrar!

Jesús, al quedarse en el Templo dialogando con los doctores de la ley,  no hace otra cosa que dar sus primeros pasos hacia la adultez y preanunciar su misión. Dada su temprana edad, no es visto por los maestros de Israel como un rival o un competidor (como ocurrirá años después). Por eso acceden a contestar sus preguntas y se interesan en sus planteos que revelan una gran sabiduría.  Al encontrarlo, María se sorprende. Jesús no está jugando ni vagando por las calles como podría haber ocurrido. Está intercambiando ideas, nada más ni nada menos que con los rabinos y doctores de la Ley y a la par de ellos. En ejercicio de su rol materno, no obstante, le expresa su preocupación y le reprocha su actitud. Es evidente que Jesús, al sumergirse en los “asuntos de…(su)…Padre” se olvidó de todo lo que lo rodeaba. María le marca el límite. Sin  gritos, sin violencia, pero con seguridad y firmeza. Un límite necesario para la pacífica convivencia y la armonía de la familia. Jesús lo acepta y se sujeta a sus papás sin formular ningún cuestionamiento. De modo contrario a lo que sucede en la Palabra, constatamos actualmente lo difícil que resulta a los padres poner límites a sus hijos (fundados, obviamente, en valores, tradiciones y creencias religiosas) y a estos aceptarlos sin rebeldía. También es complejo para un papá actuar con firmeza frente a los desvíos del hijo y corregirlo con amor y sin perder la calma. Podemos pedirles a María y a José que nos enseñen a proceder de ese modo, haciendo prevalecer el amor y el celo por el sano crecimiento de nuestros hijos y desplazando toda conducta autoritaria, vengativa o violenta. San Pablo nos exhorta en tal sentido: “Padres, no exasperen a sus hijos, para que no se desanimen”, “Hijos, obedezcan siempre a sus padres, porque esto es agradable al Señor” (Col 3, 29).

Sin entender mucho lo sucedido, María “conserva(ba) estas cosas en su corazón”, las lleva a su interioridad, las medita, las pone en oración. Esto también nos invita a preguntarnos qué tipo de interioridad cultivamos como padres o animamos a cultivar a aquellos que acompañamos. ¿Llevamos a la oración y a la meditación, como María y José, las cosas propias de nuestro rol paterno/materno y de las relaciones paterno-filiales? ¿Acudimos a una guía espiritual cuándo no entendemos o no sabemos cómo proceder con nuestros hijos/padres? El crecimiento de Jesús, en “sabiduría, estatura y gracia” tuvo mucho que ver con el clima familiar en que desarrolló su infancia y su adolescencia: un lugar de escucha, de comprensión, de diálogo, de sostén en las dificultades, de búsqueda de la voluntad de Dios a cada paso y a cada momento. Pidamos que en nuestras familias también se geste un ambiente similar para un sano y santo crecimiento de nuestros hijos.

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